Naturaleza

Zapotlán, entonces, era una ciudad tan pueblo que todavía tenía corrales de animales en pleno centro de la localidad. Nosotros mismos, recuerdo en mi infancia, teníamos un chiquero al fondo del traspatio (traspatio al que llamábamos «corral» y creo que aún le seguimos llamando así). Ahí un puerco engordaba con las sobras de comida que le daba mi padre y que mi madre conseguía de los vecinos a diario. Estas sobras tenían un nombre específico, les llamábamos «levaduras».

Yo ayudaba a mi padre a lavar el chiquero a diario. Chorros de agua se llevaban la suciedad del puerco. ¿Nos lo comimos, lo vendió? No recuerdo ya nada de eso. Lo cierto es que tener dicho animal duró poco, no sé si tuvimos un segundo marranito o mis padres optaron por deja ya esa tarea. Tal vez los olores los habían hecho desistir. De cualquier forma el chiquero quedó disponible para guardar utensilios y «trebejos» que siempre se acumulan en las casas.

A un costado del chiquero hubo un corral de gallinas ponedoras (creo que hasta en una ocasión tuvimos patos, pero eso no lo aseguro) de las que mi madre aprovechaba los huevos y también la carne, la vi matar a varias cortando su cuello, yo le detenía las patas.

También recuerdo que hubo un chivo, no sé para festejar qué cosa. Ya ven que entre los mexicanos los chivos significan festejo. Ese animalillo llegó a golpearme varias veces con sus famosos topes de cuernos. También creo que sólo tuvimos uno.

Esa vida de hombres de campo sería la reminiscencia del pasado de mis padres. Mis abuelos ciertamente sí fueron campesinos (Rafael) o arrieros (Jesús). Ya después la vida de la ciudad se «comería» a mis padres que terminarían siendo burócrata y ama de casa. Yo y mis primos tendríamos tal vez nuestro último acercamiento a la vida del campo cuando íbamos a El Fresnito a sembrar, «asegundar» y cosechar. Pero eso más bien lo hacíamos como diversión.

También como diversión nuestros padres nos llevaban casi cada fin de semana a paseos en el campo. Tal vez ibamos a uno de los pueblos cercanos, tal vez optábamos por comer sencillamente bajo la sombra de un árbol. Para entonces los paisajes del volcán eran los preferidos. Me gustaba anochecer en aquellos viajes y ver cómo la ciudad prendía sus luces allá abajo. Cuando nos acompañaban mis primas Ochoa, bajábamos en la camioneta de su papá, mi tío Pepe, y el día terminaba con la máxima felicidad: cantar canciones rancheras ya en las sombras de la noche.

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