Domingo

Antaño mis domingos tenían más o menos esta constante. Despertarse ya con la seguridad de no hacer lo cotidiano (ir a la escuela, el trabajo de todos los días…), desayunar e ir pensando en ir a misa. Ir a misa, hacer los rezos, los rituale propios de ese momento (cantar, estar de pie, sentados, escuchar con atención pasajes bíblicos, escuchar a veces atrevidos sermones sociales de sacerdotes de la teología de la liberación), salir y saludar a familiares y amigos a la sombra del templo en cuestión. Ir a casa, prepararse para salir de viaje a cortos destinos, a la falda del volcán o pueblos cercanos. Casi siempre con familiares o amigos que tuviesen auto o camioneta para compartir. Cansarse caminando los caminos, cantar rancheras de regreso al pueblo. Ir mirando cómo va muriendo la tarde. Y aquí estaba el más profundo corazón del domingo, ese tiempo vespertino que nos permitía reflexionar como si de una totalidad se tratase. Como un ajuste de cuentas total y fuera del tiempo. Un misticismo sin mucha explicación. Para mí, lo digo de una vez, la fuente inagotable de toda motivación creativa y literaria. Ese sentimiento tan fructífero, luego se convertiría en motivo recurrente en otros espacios, pero siempre deseando sentir esa relación frente a lo absoluto que, definitivamente, venía de los domingos.

Deja un comentario