Reacciones

No sé qué relación anímica haya entre mi espíritu y las nubes grandes y pesadas que presagian lluvia. Ignoro porqué me agrada la lluvia. Quiero explicármelo diciendo que me viene todo esto por la esperanza heredada de mi abuelo campesino para quien la lluvia era algo más que una bendición concreta, la esperanza de un volver a cultivar sus milpas, sus plantitas trepadoras; en una palabra, su vida.

Lo cierto es que cuando el cielo se oscurece por motivo de estas nubes siento algo tan grande que incluso domina mi intelecto y me dejo llevar por esta absorbente sensación que me hace sentir perteneciente a algo más grande que mis percepciones. ¿Será ese sentimiento que algunos religiosos llaman éxtasis?

Mirar, entonces, para mí se convierte en una forma de participar en lo grandioso de la naturaleza. Algún conocimiento tengo de todo esto, pero el éxtasis es tal que ahí mismo queda ese conocimiento y desaparece cuando vuelvo a ver la tierra. Como cuando en sueños tenemos ya el tesoro en nuestras manos y no queremos deshacernos de él pues intuimos que estamos soñando y que lo perderemos al despertar. Tal es lo que me sucede al dejar el éxtasis del que pierdo un conocimiento que no puede ser vertido en palabras. Sin embargo, la sensación de haberlo tenido es al menos un consuelo del que me conformo cuando logro describir todas estas sensaciones.

Amar con Zapotlán

Nunca salí de Zapotlán, de modo que toda mi carrera amorosa, por así decirlo, ocurrió ahí entre esas viejas calles. Hasta podría decirse que mis mujeres fueron a Zapotlán a ser amadas por mí. Cosa curiosa, jamás tuve una mujer de mi propio pueblo (aún así, las más queridas, las gemelas de nombre, fueron las únicas de Jalisco).

Juan José Arreola, amoroso con todas las mujeres, lo sabemos, decía que su novia eterna era Zapotlán. Yo no sentí esa separación necesaria para llegar a amar así a mi pueblo. Por el contrario era yo y mi pueblo tan unidos que bien puedo decir: «yo no amo a Zapotlán, amo con él». De modo que recorrer de la mano de la amante las calles de mi ciudad era decir:

te quiero con esa iglesia de los 2 mil muertos;
te quiero con esta calle que se pierde allá abajo en el terreno;
mis caricias son el frío que sientes con el viento;
soy tuyo cuando comes el fruto oscuro bajo el cielo,
entro en ti, en lo que miras un poco lento
y te amo con la gente, con mis muertos,
con todas las cruces y las aguas y las plantas y el lado seco;
no te amo yo con mi corazoncito pequeño,
te amo con Zapotlán entero,
su círculo de montañas y su azul cayendo.