No sé qué relación anímica haya entre mi espíritu y las nubes grandes y pesadas que presagian lluvia. Ignoro porqué me agrada la lluvia. Quiero explicármelo diciendo que me viene todo esto por la esperanza heredada de mi abuelo campesino para quien la lluvia era algo más que una bendición concreta, la esperanza de un volver a cultivar sus milpas, sus plantitas trepadoras; en una palabra, su vida.
Lo cierto es que cuando el cielo se oscurece por motivo de estas nubes siento algo tan grande que incluso domina mi intelecto y me dejo llevar por esta absorbente sensación que me hace sentir perteneciente a algo más grande que mis percepciones. ¿Será ese sentimiento que algunos religiosos llaman éxtasis?
Mirar, entonces, para mí se convierte en una forma de participar en lo grandioso de la naturaleza. Algún conocimiento tengo de todo esto, pero el éxtasis es tal que ahí mismo queda ese conocimiento y desaparece cuando vuelvo a ver la tierra. Como cuando en sueños tenemos ya el tesoro en nuestras manos y no queremos deshacernos de él pues intuimos que estamos soñando y que lo perderemos al despertar. Tal es lo que me sucede al dejar el éxtasis del que pierdo un conocimiento que no puede ser vertido en palabras. Sin embargo, la sensación de haberlo tenido es al menos un consuelo del que me conformo cuando logro describir todas estas sensaciones.